No recuerdo cuando fue el último día que pasé sin escuchar a Mozart.
Hasta los días en los que no tengo tiempo para respirar, siempre, de
manera casi inconsciente, me veo envuelta por una de sus arias e
irremediablemente después, me siento bien. Esa es la magia de su genialidad; su
naturalidad, como todo surge de manera fluida, sin esfuerzo.
Recuerdo cuando fue la primera vez que escuché el Réquiem, durante mi más tierna infancia, de la mano de mi profesor de piano, Jacinto.
Jacinto era uno de esos hombres que desprendía un aura atrayente y eléctrica,
del tipo que sólo las personas con sensibilidad artística pueden irradiar. Y mi
perra Nora debía notarlo, porque siendo de naturaleza arisca, se volvía loca,
literalmente, cada vez que notaba su presencia cerca de la puerta de entrada. Y
no era la única, su olor le precedía, olor a madera, a flores y a música. Era
un hombre locuaz y dicharachero, de esos hombres que cuando aman algo lo hacen sinceramente
y saben transmitirlo de una manera especial a los que les toca, afortunadamente, estar bajo sus alas.
Con Jacinto y mis padres aprendí a apreciar la música
clásica. Mi madre, que tocó el piano durante toda su vida hasta que llegó a la
madurez, es una mujer a la que su
sensibilidad, a veces poco inteligente desde mi punto de vista, la tiene
dominada de una manera maravillosa y desde pequeña supo transmitirme la pasión
que despierta la música y el arte.
Mi padre, por otro lado, es un hombre extraño de estudiar.
No le considero un hombre serio. Es un hombre bastante extrovertido y amable,
con ojos bondadosos y afectos controlados. Sin embargo, es reservado, hermético y casi misterioso.
Detrás de su apariencia poco próxima a las artes se esconde una persona que, a
pesar de no haberlo practicado, ama el arte, la ópera, el teatro y el cine. Con
él escuché las primeras óperas y fue de la mano de La Flauta Mágica cuando
comprendí que no pasaría un sólo día de mi vida sin escuchar al menos diez minutos
de Mozart. Así fue como comencé a comprender que mi naturaleza artística me iba
a acompañar toda la vida, formaba parte de mi ADN y es lo único sobre lo que no
he dudado nunca y cuya pasión nunca ha amainado, al contrario, según he ido
madurando y aprendiendo, ha aumentado hasta el punto en el que duele.
Tardé muchos años en madurar mi visión sobre Mozart , las
óperas y el ballet. Mi entrada en la carrera de Arte fue el empujón que sin
duda necesitaba. Nunca he sido muy práctica a la hora de decidir que estudiar,
no he intentado seguir un hilo lógico, ni he seguido una estrategia. Solo he
seguido mis sentimientos y mi entusiasmo y creo que es lo mejor que he hecho en
la vida. Como trabajo de fin de carrera decidí hacer un estudio sobre las
óperas de Mozart y encontrar un nuevo modo de relacionarlas. A pesar de que
pensaba estudiar después arqueología y que sabía que hubiera sido más
lógico hacer el trabajo sobre algo
relacionado con lo que posteriormente iba a hacer, no dudé en embarcarme en el
proyecto.
Escuchar todos los días fragmento a fragmento todas sus
óperas se convirtió en algo que marcaría mi persona. Conocer a Mozart más profundamente cambió mi
forma de ver el mundo. Cambió mi forma de pensar, de relacionarme y sobre todo
de sentir. Con Don Giovanni conseguí ver aquello que hasta entonces ni siquiera
sabía que existía, ahora entiendo, salvando las distancias, el éxtasis de Santa
Teresa. Aunque no es algo exclusivo sólo de la ópera, ya que también lo he
sentido bailando ballet, escuchando flamenco en vivo o pintando, si que es algo exclusivo de Mozart.
Mozart estuvo adelantado a su tiempo y por ello atormentado.
Mozart supo acercar algo que no es tangible al mundo terrenal. Mozart supo
mirar más allá y su visión perdurará para siempre. Mozart estará siempre en el
alma de mi profesor de piano, de mis padres, en la mía y en la de cada persona
que se haya acercado a él un poco más de lo normal. De él podría estar hablando toda la vida.
Lo más emocionante del arte es que no se puede expresar lo que
se mueve en el interior de cada persona de manera completa. Es por ello, que el
ser humano tuvo el impulso de expresarlo de múltiples formas y si algo tengo
claro es que nunca dejaré de expresarlo, porque el arte es aquello por lo que
vivo, por lo que me muevo y por lo que respiro. El día que no sienta
electricidad en el pecho cuando baile, pinte, escriba o me ponga un aria de
Mozart, sin duda habré muerto
Victoria Alonso Yanes