Respirar. Suponemos que, al sernos imprescindible, es un ejercicio habitual, que controlamos. Se nos corta la respiración, sin embargo, aunque no muy a menudo. Se acelera ante un peligro. Lo más peligroso sería dejar de respirar, pero ¿quién se atreve? ¿Quién es capaz de darle un uso divergente a un sacacorchos, por ejemplo? Sacarnos la vida, descorchar nuestro dolor para que pierda efervescencia y deje de macerarnos el estómago, plagado ya de mariposas muertas. Cuando el amor ha dejado de revolotear en la entraña, ¿a dónde se dirige? Y cuando de un cañonazo se han hecho añicos las aladas promesas, ¿cómo recomponer pedazo a pedazo lo que permitía el movimiento de la brisa en nuestras emociones? Excepcionalmente, lo estancado florece, ¿será la orquídea una flor muerta? No siempre lo bello es vivo. Pero para apreciar la belleza necesitamos la vida, estar vivos, cuanto más vivos más sensibles. Respirar.
Fotografía: Javier Naval |
Pero, claro, para eso es
imprescindible imaginarse uno mismo viviendo la propia vida, incluso imaginar
una posible vida paralela que nos soporte y nos contenga, en la que respirar
sea solo un juego feliz y mágico, la resolución de todas nuestras pesquisas de
amor. ¿Por qué el amor ha de ser exclusivo y excluyente? O mejor, ¿cómo
conseguir esa falacia de la exclusividad y el para siempre? ¿Y qué nos
aportaría, de conseguirse? ¿Paz? ¿Tranquilidad? ¿Comodidad? Estancamiento.
Solemos parapetarnos tras lo conocido, pese a su efecto en nosotros. La valoración del porvenir en lides amorosas, está devaluada. En todo caso tomamos un sucedáneo que calme nuestro apetito o nuestra fiebre, y aguantamos. ¿Será un problema de pereza o de tiempo? Porque ya no me vale la cuestión ética. Hacer daño es permanecer sin sentido junto a alguien, no despedirse por hambre de horizontes. Luego están la ternura, el respeto, las formas. Valores asequibles para el desenamorado que, pese a todo, aún quiere cuidar de las formas.
¿Amar es depender y exigir
dependencia? ¿Somos capaces de entregarnos de veras? ¿Queremos lo mejor para el
otro o para nosotros mismos? ¿Es querer o es amar? ¿Físico o espiritual?
Habrá que considerar las relaciones
como un pacto. Nada más. “Si la cosa funciona”, que decía aquel… Pero ¿quién se
traga ya el cuento de que la felicidad es vivir en pareja, que existe el
príncipe azul o la princesa de los labios de fresa, que nuestra media naranja
está por esos mundos desgajada y expectante? Que no, que hay que crecer, Nagore,
aunque duela. Deberíamos considerar cada ruptura como una oportunidad que nos
brinda la vida. A ambas partes, el que abandona y el que se queda perplejo y
con la boca abierta. Dejarnos de orgullos heridos y de bajas autoestimas.
Estimar sobre todo la experiencia compartida, conservar y salvar lo que quede del
amor entrambos, si lo hubo, porque todo se transforma. La vida es cambio
continuado, cada instante es distinto. ¡Qué afán por prolongar lo imposible!
Solo el instante es eterno. Y dura eso, un instante. ¡Pero qué belleza, en su
conjunto, nuestra vida entera tachonada de instantes precisos y preciosos como
estrellas en el firmamento!
Perdona, Alfredo, me desvío del tema. Pretendo escribir una crónica de vuestro trabajo artístico, una alabanza de ese texto tuyo de “La Respiración”, tan beneficioso para el que se deleita en contemplarlo, en escucharlo, en reírlo, en respirarlo. ¡Y qué bendición y qué acierto la música! ¡Qué genialidad la comparación de la armonía musical con nuestras posibles sinergias! Era necesario romper la cuarta pared y lo hicisteis. Era imprescindible un grado alto de locura y desenfado, y no os dolieron prendas. Era fundamental romper las distancias, que se encarnasen los actores en nuestro devenir cotidiano y nuestras miserias. Y nos enamoramos de todos y cada uno de los personajes, empezando por Nagore y terminando por su madre, se parezca o no a la nuestra. Sin excepción alguna. Cuando se rompió la magia, cuando la ilusión se esfumó, cuando despertamos todos y regresamos al mundo; nos quedó sin duda un poso de tristeza bajo la amplia sonrisa del que comprende y acepta.
Así fue. Me mezclé la otra tarde
entre los espectadores de Teatro Abadía, más escéptica que otra cosa. No era yo
presa fácil, no crean, dadas mis circunstancias, precisamente ahora cuando
tanto sé del tema que se trata. Que me haga reír y llorar la función, en varias
ocasiones al mismo tiempo; que me duela y me empuje a la alegría verme
reflejada en Nagore, no es casualidad, sino mérito de todo el equipo de
artistas, del director y dramaturgo, de la totalidad del elenco. Salí bañada en
lágrimas y cantando. La respiración más suave y profunda. Os doy las gracias.
No solo es aconsejable la
función, sino terapéutica y lúcida. Compruébenlo.
María José Cortés Robles