En esta ocasión me acompañó una amiga
muy querida. Las dos somos madres, las dos tenemos hijas, las dos hemos
atravesado circunstancias familiares complejas y dolorosas. Mi amiga es una
inteligente y bella mujer, valiente como pocas, luchadora. Madre coraje.
Aunque estoy feliz por lo acontecido
ayer, me hubiera gustado ver esta película con mi hija. Cada vez que ella y yo
restauramos las grietas de nuestra historia en común con una experiencia
artística compartida, tenemos una sentencia: “contigo todo me sale bien”. Es
una creencia que se resuelve en mágica certeza.
Desde que era niña la acostumbramos a
tener hambre de belleza, a mi hija; la condenamos a una reflexión continua con
tendencia al precipicio, a la obligación del vuelo para poder evitar el choque
final. Felizmente, ella almacenaba las necesarias cualidades. Uno solo cuenta
con lo que la naturaleza le ha concedido y con su capacidad de esperanza. Nos
recreamos en nosotros mismos y en el otro con nostalgia de una perfección
soñada, pero somos lo que somos y no podemos huir. O sí. Pero, en ese caso,
únicamente si corremos de la mano, si saltamos juntos al interior del magma
incandescente, podremos alejarnos lo suficiente de la luz cegadora para
remontarnos luego sobre las tormentas.
Hacía tiempo que no me encogía literalmente
de dolor en una butaca sobre la que se me presupone expectante a la par que
tranquila, que no me llevaba la mano a la boca para ahogar vete tú a saber qué
grito, que no cubría parcialmente mi visión al tiempo que agudizaba ese mismo
sentido para no perderme ni un detalle de un fotograma impactante, que mi
emoción no se transformaba en un incesante torrente lacrimoso. Ni los
subtítulos lograron distraerme de lo verdadero inserto en esta película firmada
por Xavier Dolan, única de las suyas que he tenido la fortuna de disfrutar. El
trabajo de los actores es ya en sí mismo un haz de luz a contemplar como quien
contemplase una danza de rayos
atronadores que diera paso a un arco iris. Dolan utiliza los recursos del
séptimo arte dibujando magistralmente en la pantalla, nos acuna y nos lleva
melodiosamente, nos sumerge en un caudal de sensaciones, extasía nuestros
sentidos colgándolos de los instantes filmados como de perchas ajenas al tiempo;
nos provoca y zarandea haciendo que apostemos locamente por la provocación
misma, por el estigma de la diferencia.
Porque comprender al otro no es
difícil, sobre todo si existen lazos de sangre, lo difícil es salvarle, acertar
con la sutileza del gesto que no espante,
amarrarle a nuestro lado, para no perderle irremediablemente. Lo complicado es
no hundirse también en esa vorágine que genera el amor apasionado por nuestros
congéneres. Suele ser más efectivo lo ajeno enamorado. Como tabla de salvación,
es mejor acogerse a aquellos que sin obligatoriedad nos eligen, involucrándose
en nuestras desesperaciones. Porque el que busca salvar a un amigo, se salva a
sí mismo. Es popular el dicho de que nuestros mejores consejos son aquellos que
versan sobre lo que más necesitamos aprender. Lo ajeno nos interrumpe y nos da
perspectiva, nos miramos en sus aguas oscuras esperando la incidencia que las
transforme en espejo y, cuando reconocemos, aportamos. No es lo común ni lo
genético la clave que abre los cerrojos, es lo esencial, lo humano.
Los personajes principales de “Mommy”
conforman un triángulo esotérico que genera milagros, una pirámide de espejos
cuyos reflejos cambiantes acarician el techo de la angustia. El amor es
ilimitado, aunque culturalmente se
pretenda catalogar y embalsamar cada tediosa costumbre a la que adjudicamos ese
nombre sagrado. Amar es vertical. Los vínculos pueden impulsarnos o ahogarnos.
Nadie nos pertenece, pertenecemos.
La gravedad de existir nos otorga
equilibrio. Pero hay seres que se empeñan en lanzarse contra el cosmos,
mientras la mayoría nos consumimos en las pesquisas racionales tal cual se
torna ceniza en una mano inmóvil el tabaco de un cigarro. Estos astros suicidas
van rasgando con su ardiente estela imposiciones veladas y se adentran en
impulsos de lejanía, amplían anchuras del horizonte al tiempo que circulan a
velocidad de vértigo. Si por azar nos cruzan la mirada de parte a parte,
tomarán como encargos nuestros instantáneos deseos, asumirán nuestra carga y quizá
lograremos que los ralentice en algo, que los haga posarse, durar más, apagarse
un poco. ¡Qué miserable es el pánico, qué terrible la osadía!
Por mucho que uno se oponga, el
movimiento es vida, el camino se bifurca en senderos y la soledad es nuestra
irremediable compañera. Si la risa y la danza compartida se tornan eco en la
memoria, si la cadencia de los abrazos reconforta el escozor aislado del ego,
si los sistemas se desmoronan ante las necesidades urgentes de los individuos;
será entonces que no es circular nuestro destino ni lleva el nombre de
infierno, será tal vez que todo es posible. Así sea,
MJ Cortés Robles
0 comentarios :
Publicar un comentario