Lo que nos sobra entre compromiso y
asunto, programados ambos al milímetro: de improviso, faltan tres horas para la
sesión de las cuatro en los Renoir. Afortunadamente debemos comer y este suave otoño
en Madrid nos da su beneplácito para un posterior paseo entre los puestos de
artesanía, brotados como hongos tras la lluvia, en Plaza de España.
La artesanía ya no es lo que era, o
quizá lo que se reúne en esta plaza con ese nombre diste mucho de serlo. Me
harta mirar las cosas que tienen precio, prefiero alzar la vista hasta la bola
del mundo sostenida por los cuatro continentes, navegar unos instantes con las
nubecillas que coronan el cielo. ¡Qué maravillosa perspectiva! O darle la
espalda a Cervantes, a Rocinante y a la mula (nunca al Quijote, jamás a Sancho),
para estampar mi asombro contra el Edificio España (Dicen que lo ha comprado un
japonés; ¡por Dios, que no lo convierta en centro comercial!) Tal vez cerrar
los ojos y escuchar: el canto de las fuentes horadando los escudos de las
naciones que hablan nuestra lengua, el vaivén de las copas de los árboles
centenarios, la estridencia de los pájaros... Sentarme en un banco y mirar, ¡el
mejor de los deportes! Resistirme, parapetada en esta soledad elegida, a emular
a muchos viandantes aprovechando cada segundo, negarme a hacer fotos o consultar
mis contactos móviles. Ahora que todo es móvil, lo necesario es parar, la
quietud, dejarse atrapar por el momento... Contemplar... (Puntos suspensivos...)
Cuando la vida parece suspendida en el vacío y no sabemos nada, y todo se
comprende, y guardamos silencio para no mentir, para no disfrazarnos con
palabras.
En contraste, tengo que admitir que
una hora después, el aire era frío y molesto, y un rictus de impaciencia se dibujaba
en mi rostro orientado hacia el cristal de las puertas cerradas del cine, como
hipnotizada, como si fuera capaz de abrirlas con tan solo la energía de mis
ojos. Faltaba media hora tan solo, estaba la primera en la cola y varias
personas me habían preguntado que cuándo abrían... -¡Y yo qué sé!- A menudo me
empeño en no aceptar aquello que no está en mi mano cambiar. El estado de ánimo
es una montaña rusa, al menos el mío... (Más puntos suspensivos... esta vez de
suspense, más bien...) Por fin pude acceder a la sala, calentita y cómoda;
sentarme, reconciliarme con la civilización, que nos reconforta y nos
bien-enquista. ¡Qué mezquinos e insignificantes somos!
Desde la pequeña pantalla, un niño
descansa tumbado en la hierba... Un adulto le saca de sus ensoñaciones... En
otro momento le vemos observando de cerca un pájaro muerto, con naturalidad,
sin dramatismos. Contempla... Desde los primeros minutos del largometraje
(nunca mejor dicho, 165 minutos) el director nos conduce, presos en la mirada
de Mason, su personaje protagonista, a lo largo del transcurso de una década en
la vida de una familia de clase media americana.
La novedad artística es que el
director ha preferido esperar para completar el rodaje, esperar a que los
actores crecieran realmente, a que cumpliesen años; esto es lo experimental en
la película. ¿Qué aporta? Pues algo muy curioso: veracidad y asombro. Es como
cuando nos encontramos con a un jovencito que no veíamos desde que era niño, y
está tan cambiado, y hasta la voz le resuena de otro modo en el pecho; pero conserva,
sin embargo, un no sé qué inconfundible que nos traslada a su infancia, donde
le conocimos... Su transformación nos
produce nostalgia, nos pilla a traición; no estamos entrenados en el
advenimiento. Se asemeja este aspecto de la película, a la grabación del proceso acelerado del crecimiento
de una planta, desde el pequeño brote adherido a la tierra que se alza en busca
del sol, hasta la flor que se abre dispuesta ya a transformarse en fruto.
En el relato de Linklater, hay
fotogramas con sol y otros con lluvia; la risa y el llanto se suceden, como la
noche al día; se turnan encuentros y despedidas... El argumento es anecdótico.
Sin embargo, los momentos relevantes para Mason, se tornan cruciales también
para nosotros, nos identificamos en lo esencial de cada circunstancia, de cada
estado, de cada edad, nos reconocemos cómplices de cada una de sus emociones. Y
al vislumbrar las experiencias de ficción presenciadas, desde la cima, junto a
ese joven que hemos visto trepar hasta ella, ya universitario, casi
independiente por fin; pensamos, junto a él, que la vida no es tan dramática,
ni tan compleja, ni tan dura; somos nosotros los artífices de nuestra
problemática; los prismas incandescentes, los espíritus errantes ávidos de respuestas.
Ella, la vida, se basta y se sobra a sí misma. Solo si nos relajamos, si nos
concentrarnos un ápice en lo que acontece, es que formamos parte del mundo. No
estamos hechos de barro, sino de tiempo.
María José Cortés Robles
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