¿A qué vamos al teatro? ¿Qué esperamos del trabajo artístico
que se expone? ¿Con qué objeto aventurarse a representar aquellos iconos
sagrados e irrepresentables? ¿Hasta qué punto hemos cosechado una serie de
prejuicios con respecto a lo que debería ser la representación de obras tan
magníficas como “Hamlet” o autores tan geniales como Shakespeare? ¿Es lícito
repetir como un loro lo similar en cuanto a puesta en escena y encarnación de
personajes? ¿Hay límites para la reinterpretación, o es más provechoso lanzarse
hacia donde la intuición nos guía, hijos de nuestro tiempo ya, para hacer
nuestro lo que nos contiene y nos trasciende?
Miguel del Arco es un “Kamikaze”. No le pidáis medias tintas,
no sabría hacerlo. Su mente consume y genera pensamientos a una velocidad de
vértigo. Así se comprende, al escucharle hablar del proceso de creación, de las
fuentes en las que ha bebido antes de seguir sus impulsos y tomar sus
decisiones. Expertos y filósofos, de Harold Bloom a Montaigne o Nietzsche. Lo
necesario para acercarse lo más posible al pensamiento de Shakespeare, a la
idea de la totalidad de la obra elegida. E, inmediatamente después, la
perspectiva contemporánea, la suya, la exclusiva de Miguel del Arco,
versionando incluso el texto. Esto es arriesgado y auténtico.
El arte teatral debe ser una herramienta para despertar
conciencias, y no otra cosa. Incluso sacrificando a la Ofelia de las
florecillas y la mirada perdida. En las propuestas artísticas de Miguel del
Arco parece primar la dimensión esencial del ser humano, pero también la social
o la política, pese a su predisposición a lo sensible. De lo que sí huye, creo
yo, es de la sensiblería y lo mojigato, de recoger lo muerto para resucitarlo
tan solo por emocionar. Elige hacernos pensar, aunque no renuncie a
emocionarnos. Y yo se lo agradezco.
Prefiere hacer suyas las criaturas imaginadas por el autor y
generar sus propios mundos paralelos, sin miedo al rechazo fruto de la
incomprensión. Busca otro ángulo en el que también nos identifiquemos, otra
perspectiva, que investiguemos con él para encontrar algo nuevo, si cabe.
Pero Miguel del Arco es solo la cabeza visible del equipo de
“Kamikazes”. Siendo testigo de un ensayo técnico, pude comprobar hasta qué
punto y con qué exactitud los actores se implican también en cuestiones, por
ejemplo, de arquitectura escénica, siendo ellos mismos los que se encargan de
trasladar o manipular elementos de la escenografía durante la función,
trasformando el espacio escénico en lo que dura un suspiro. Un elenco tan
cohesionado que funciona como una entidad única, al servicio de lo que en cada
momento demanda la puesta en escena de la obra. Igualmente el equipo artístico
que el equipo técnico, según declaraciones del propio director.
Este montaje de “Hamlet” es obra de ingeniería, un mecanismo
perfecto que genera un ritmo y un tempo que nos atrapa, nos vapulea, nos va
soltando poco a poco y nos deposita en la orilla de nuestra vida, de nuevo. La
arquitectura de esa trampa de la realidad construida sobre el lugar de los
sueños y las pesadillas, la ratonera del tiempo inexorable, el que nos
corresponde, el que se agota. Y como colofón, la llanura de la tierra y el
precipicio de la tumba.
Si nos sobreponemos a los terrores y a las penas, sobrevendrá
lo reflexivo, podremos morir dignamente, parece querer decirnos del Arco por
boca de Hamlet. Es preferible morirse uno a que le den muerte violenta tras
haber matado. Pero ¿quién elige su destino?
Sea cual sea la circunstancia adversa y nuestro estado vital,
permanece siempre algo en nosotros que nos conecta a lo esencial, hijos de la
naturaleza que nos circunda, que nos contiene y nos ignora. La vida
regenerándose hasta el infinito, siendo el ser humano prescindible. El
director, a través de imágenes proyectadas, nos envuelve en atmósferas externas
que nos conectan directamente con sensaciones. Las de Hamlet, perdido en lo
ilimitado de su intelecto herido, del temblor de su mente prodigiosa, que
necesitaría inventar una realidad paralela para lograr soportar el dolor por la
muerte de su padre, para tolerar de algún modo la obscenidad que le supone que
el mundo siga girando y no se desvíe un ápice de su órbita precisa, que se
sigan sucediendo los días y las noches, que cambien las estaciones, que tras
cesar la lluvia llegue la nieve.
Lo sensorial en el montaje contrasta de tal modo con las
acciones de los personajes, que eleva lo que acaece en pos de lo sublime. Los
fuegos, que no pueden ser más que artificiales en el recuerdo de esa boda entre
la viuda y el asesino. Y los matorrales de espino que se entrelazan y crecen,
cercando Elsinor. Nos resulta hermoso contemplar a Ofelia lamentarse de la
locura de Hamlet bañada en una lluvia de luciérnagas o estrellas. O sumergir
nuestra retina en la superficie de un agua que nos perturba dulcemente,
mientras la Reina describe la muerte de Ofelia.
También la música juega, tanto en la cadencia del texto
pronunciado como en las armonías propias del espacio sonoro externo que lo
acompañan. Y, mientras la función respira, nos trasportamos a la infancia
escuchando la canción que tararean actores
que hacen de actores, preparándose para el juego dentro del juego. Y la coexistencia de un violín contra
música vulgar de nuestros tiempos.
Todo ello para mayor gloria del Príncipe, resucitado en la
calle Príncipe, sobre un escenario que resuena y reverbera como ninguno, el
Teatro de la Comedia. El Príncipe Hamlet fingiendo no ser el único real entre
tanta máscara, también las nuestras, “espectadores pálidos y mudos” que le
miramos. Le vemos sufrir, dudar, pensar. El ser o no ser del Príncipe, tan
hondamente encarnado en ese físico imponente y extraño de Israel Elejalde,
mutante a nivel de alma camaleónica, proyectado hasta nuestra penumbra
palpitante como una flecha imposible de evadir. Fui traspasada multitud de
veces por el agudo ingenio ¿del actor o del Príncipe? ¡A quién le importa! Fui
traspasada, eso baste. Me estremecí, me emocioné, quedé perpleja como una
interrogación recurrente que no se contenta de serlo.
Y no es que los demás seres de Elsinor no mantuvieran su
propia idiosincrasia, es que todos ellos fueron, la otra tarde, instrumentos
precisos para encumbrar el intelecto privilegiado de Hamlet. Hay más momentos
exclusivos, sin embargo. Los actores deslizándose como reptiles de entre los
mantos de los reyes, ironía digna del propio rey de los ingenios. Es destacable
igualmente el tratamiento de la escena en la que el rey usurpador pretende
mitigar su culpa rezando. Se asemeja aquí el monarca a un sacerdote tras el
púlpito, con una enorme cruz luminosa cubriéndole las espaldas, o más bien
acechándole. Ya Shakespeare se preocupó de que Gertrudis tuviera la oportunidad de lavar su culpa con
un llanto amargo; ahora Miguel del Arco consigue que la cama donde ha sido
subyugada por el placer, sobre la cual su hijo la enfrenta a sus miserias, sea
engullida por el tiempo y se trasforme en tumba. Maravilloso efecto. ¡Y qué
decir de la pelea de esgrima impecable y de los actores que la ejecutan! O de
cómo varios actores se diversifican en distintos personajes sin romper la
convención teatral en absoluto, muy al contrario.
Sumemos también el sacrificio de Ofelia. Se nos presenta una
mujer de nuestro tiempo en la corte de Elsinor. Inteligente, alegre, vitalista.
Un amor puro el suyo, intenso, entregado. Amante comprometida que intenta
advertir y salvar a su amado. Un ser de luz que se ve arrastrado por lo
circunstancial y lo prodigioso, mitad por mitad, quedando desubicado entre las
sombras que lo oscurecen todo. Lo previo a su locura, me impulsaba a enamorarme
aún más del mito reencarnado. Pero su enajenación me resultó ajena a mi
concepto del personaje. No comprendí su salida de tono, quedé ofuscada al verla
con su vestimenta estrafalaria, cantando poemas como si se tratase de
vulgaridades de rabiosa actualidad. Me produjo rechazo, no conmiseración. Aún
estoy en shock. A eso me refería en una de las cuestiones del encabezamiento de
esta crónica: tenemos prejuicios. Hay que dejarse sacudir y olvidarlos. Hay que
atreverse a escuchar a los que piensan por sí mismos. Hay que liberar el
pensamiento. Dudemos, señores, dudemos… No seamos tampoco frente a los que
alcanzan la cumbre como Polonio, aduladores que dicen ver en las nubes las
formas que sean precisas solo por dar la razón al que está por encima de
nosotros. Hay tanto de eso, estamos rodeados. Y, tristemente, nos contaminamos.
Hagamos un esfuerzo, tengamos criterio propio, aunque esté equivocado.
Tal vez lo que
realmente nos produce la locura no fingida sea precisamente ese desapego del
loco, ese rechazo. Esto lo pienso ahora, aunque no estoy segura. Para mí, se
desvirtúa lo esencial en Ofelia. No me
parece que haya que utilizar una perspectiva tan en relieve, porque creo que lo
que se consigue así es que la sensibilidad del público se desconecte de la
empatía con el personaje. En todo caso se divierte al verle, cuando es trágico
lo que le ocurre. Es cierto que la locura tiene algo de eso también, que uno no
sabe si reír o llorar al contemplarla. Y que el resto de los personajes en
escena mantenía el tono de tragedia. También es verdad que esa forma de ver a
Ofelia interesa a los espectadores más jóvenes, doy fe. Aún no tengo
conclusiones. Estoy pensando en ello y en lo que Shakespeare quiso decirnos al
respecto, eso es lo importante.
Claro que, he sido una privilegiada, ya que he podido iniciar
mi senda reflexiva directamente de la mano de Miguel del Arco. Tuvo a bien
desentrañar sus motivos artísticos la otra tarde, tras comprobar mi perplejidad
en este asunto de Ofelia. Nos reunimos con él por segunda vez los participantes
de “Buscando a Hamlet”, actividad cultural de “Escuela Errante” que promueve la
revista digital “Fronterad”. Fue un placer y un privilegio charlar con él, como
digo. No le pierdo de vista, a Miguel del Arco. Continuaremos siguiendo
estelas, buscando y, sobre todo, dudando. Es decir, pensando.
MARÍA JOSÉ CORTÉS ROBLES
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