Es imposible aparcar en depende qué
zona de Madrid, a las siete de la tarde de un sábado. Resultado: una hora
haciendo el carrusel hasta claudicar a favor de un parking público. Mientras
espero a mi acompañante y conductor del vehículo, rumio el error, bajo la
lluvia, formando parte de la fila india que pretende invadir el Teatro María
Guerrero. Entre los paraguas abiertos que chocan, enganchándose en una
contienda más bien ridícula; y el recodo que algún proyecto de espectador
iluminado ha tenido a bien trazar para la consecución del orden de espera, sin
que tenga sentido ninguno seguirlo como lo hacemos habiendo un camino más recto;
vamos creando la atmósfera previa adecuada para presenciar una comedia.
Nuestros asientos están bien situados
y, por ende, hay un hueco sin ocupar en la fila anterior que nos permite la
visión del escenario sin mácula. Es un buen augurio. Sin embargo, la señora
sentada a mi izquierda me deja claro, que para estorbo, ella; que tiene
intención de castigarme introduciendo su
codo en mis costillas durante el tiempo que dure la función y el coloquio
añadido. Otra contienda que se va a librar, si nadie lo remedia, que no seré
yo... Que si deslizo el brazo hasta que cede el suyo, que si de aquí no lo
muevo... en fin... un entretenimiento añadido, pero con mucho disimulo. Ella se
ha traído sus codos y yo la tos; a la que, supongo, los ácaros milenarios del
telón y de los asientos alimentan. Para controlar su voracidad (la de la tos,
que no de la señora) y la mía, le pido a mi amor un chicle, ya que he olvidado
los caramelos de rigor. Sí, el que me acompaña y se sienta a mi derecha es el
hombre de mi vida; nada mejor para ver algo de Marivoux, el también llamado poeta
del amor.
Salivando un poco más para suavizar
mi garganta, no sé si haciendo menos ruido, me concentro en observar la
escenografía: dos alturas diferenciadas por la balaustrada y los tramos cortos
de escaleras que delimitan el centro del escenario; en los laterales, en primer
y segundo término, árboles y setos tridimensionales; jardines pintados en telón
de foro. Tonos pasteles, azulados y grisáceos. La impresión es neutra, plácida
y también añeja, de otra época.
El tema musical que sirve de
leitmotiv al montaje es el que inicia el espectáculo, en boca de uno de los
actores que tararea la melodía mientras la apunta cual compositor que estuviera
componiéndola. El director va a optar por dejar el sonido que acompaña al texto
siempre en un segundo plano, como ambiente, ya sea musical, ya sean trinos de
pájaros, ya sean truenos lejanos que amenazan lluvia. La palabra, por lo tanto,
cobra desde el inicio todo el brío de la belleza y el humor con los que autor y
traductor han sabido revestirlas. Al fondo, un criado recorta el seto cuando irrumpen
en escena ama y criada en plena discusión acalorada; escucha el jardinero un
poco y abandona.
Desde el comienzo hay disfrute,
placer en los actores que ejercen su oficio; gozo en los personajes, que aman
la vida y se abandonan a jugarla reinventándola, llevando hasta el límite sus
estratagemas; infantiles con sus disfraces; atrevidos tras sus máscaras. Lo que
destila el pensamiento de Miravaux, oculto bajo toda esta fanfarria luminosa,
es una idea preclara de libre albedrío, de voluntarioso enfrentamiento con el
amor y sus misterios, de plena conciencia de nuestra humana condición.
La trama es el equívoco y el público
es cómplice de lo certero de los sentimientos que impulsan y generan las
alocadas acciones de los protagonistas, aparentemente manejados como marionetas
por aquellos que saben lo que ellos ignoran todavía. Una ya imagina el final,
pero es grato entretenerse en esas conversaciones que les enredan, espiar sus
picardías voluptuosas, reírse con ellos de nosotros mismos y de la vulnerabilidad
a la que quedamos expuestos cuando el amor nos acontece.
Y, por otra parte, ¿quién sabe el
instante exacto del enamoramiento y conoce las claves que lo generan? Podría
ser cualquier día, cualquier persona, cualquier gesto... Eso es lo maravilloso.
Todo se resuelve y cada cual ocupa su
posición, se acabó el juego. Si se han quebrado las reglas, un poco sí se ha
sufrido, pero esto añade las especias tan necesarias en un guiso que se ha de
degustar una tarde en la que todo estaba tranquilo y, tras varios anuncios
tímidos, el cielo o el azar amenazan tormenta, ahora sí, con un rotundo rugido.
Oscuro.
Aplausos y saludos reiterados. Se
marcha parte del público. Flotats no nos hace esperar demasiado y se adelanta a
los actores para iniciar el debate. Nos habla de la figura del autor, de su
entorno social y artístico; de su relevancia en la cultura francesa, en la
europea, de sus influencias; de lo revolucionario de sus personajes (un padre
que permite a su hija que decida sobre su casamiento, una mujer dispuesta a
casarse solo si considera adecuado al que le proponen como marido; criados que
no dudarían en traspasar las barreras que marcan las clases sociales, si el
amor así lo ordena) del preciosismo del lenguaje utilizado por el autor y la
dificultad que entraña la traducción a otra lengua; de cómo, efectivamente, el
trabajo de traducción ha sido tan adecuado que la obra no ha perdido brillantez
ni ritmo; de la fortuna de encontrar actores tan jóvenes, con tanto talento y
tan esforzados; de la necesidad de conservar las tradiciones y el poco esfuerzo
que se hace en España por parte de las instituciones... Unos cuantos
espectadores que permanecen en sala, plantean a los artistas preguntas
reiterativas y de contenido insignificante, aunque grandilocuentes, me temo, casi
todas dirigidas al director; y tras una hora más de esfuerzo por parte de los que están sobre el escenario, se
da por terminada la conversación, si es que se puede llamar así.
Es una pena que tengamos la
oportunidad de intercambiar impresiones, reflexionar con sus artífices sobre lo
vivido a través de una obra de arte y que la malgastemos o la desaprovechemos.
Y me incluyo. ¿Somos una panda de mirones, sin más? Por lo menos tenemos
curiosidad...
Con todos mis respetos.,
María José Cortes Robles
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