El invierno ha llegado, dicen que
mañana hará mucho frío. He comido junto al teatro Valle Inclán, a las cinco de
la tarde. Siempre a contratiempo. Las raciones servidas son tamaño y precio
estándar, mucha cantidad para una sola persona. Solicito que me empaqueten lo
que me ha sobrado. De camino a Lavapiés, había observado los bultos de los
mendigos arrinconados contra los edificios: uno de mediana edad contra la
cafetería del Reina Sofía, dos en un soportal, muy jóvenes. Desando lo andado
para calmar mi conciencia y comparto lo que soy incapaz de comer al menos de
una sola sentada...
Somos tremendos: no sé qué reacción en cadena esperaba de un gesto tan
lógico y sencillo, pero mi ánimo quedó descolocado. Demasiados vídeos melodramáticos en Internet.
En fin.
Esta tarde la soledad es menos
llevadera, vete tú a saber por qué, quizá por alguna cuestión sin resolver
entre amigos. ¡Cuánto pesa el amor! Por mucho que disimule el mundo, dependemos
unos de otros. Porque estamos solos: el individuo y sus congéneres, inmersos
todos en la madre naturaleza, que nos engulle como un monstruo, imbuidos en el
plan matemático del universo. Formamos parte de una ecuación sin resolver, pero
para eso tenemos la imaginación, para buscar resultados.
Entramos a menos veinte. La sala es
pequeña, una caja negra en la que apenas se distinguen las dimensiones
diferenciadas de escenario y patio de butacas. Esto aporta intimidad, cierto
sosiego. La escenografía, sin embargo, resuelta en una estantería de madera
repleta de enseres, pareciera un muro a punto de venírsenos encima y
sepultarnos; muchos bultos grises en los estantes, semejantes a lo acumulado
por los mendigos, a los atillos de sus pertenencias. Hay otra estantería detrás
de esta. En el medio, un espacio que sirve de pasillo. Una puerta cerrada, una
contraventana, una escalera. A la derecha del público, en segundo término, una
mesa; sobre ella, una vela encendida. A la izquierda, una tapa redonda enorme
sobre el suelo, en primer término. Tengo esta perspectiva desde la última fila,
en el centro. Detrás de mí, otro muro negro. En contraste, espero a Blanca. La
distancia es pertinente; si se acerca al proscenio, podré ver sus ojos.
Se inicia el espectáculo con la
rápida entrada de María, el personaje; mirando directamente a público, apaga la
vela y oscuro. ¡Qué actriz! Sus ojos me atravesaron; no es relevante medir el
espacio entre la Portillo y su público.
Vuelve a aparecer ya sentada, para
relatarnos su historia, la versión incómoda,
a la que nadie presta oído. Blanca va enlutada: sobresalen de los negros
ropajes su rostro, sus pies y sus manos. Hay tanta expresividad en cada uno de
sus gestos... Su voz cambia de registro con soltura, como poseída por ánimas
diversas que se relacionan con ella en distintas circunstancias; a veces
inmovilizándola, otras descomponiendo su imagen y trasformándola.
Y se reencarna en María, una mujer de
carácter, enérgica, ruda; cuya fuente de dulzura se extinguió hace ya tiempo.
Cuando le arrebataron al hijo, se perdió la madre. Es un ser humano, ni rastro
sagrado de la virgen. Entonces puede hablarnos de tú a tú, sin cortapisas. Nunca
soportó el entorno de su hijo, a sus seguidores; ni entendió una sola palabra
de sus consignas. Dejó partir al joven que era su niño y se encontró con aquel
hombre extraño, extremo, que no la reconocía,
que renegaba de ella. No permite que ninguneen a su marido muerto. “El hijo de
Dios”- ¿Cómo es posible? ¡Qué palabras enormes, inmensas, ajenas a aquel cuerpo
que ella acunó y alimentó! ¡Qué inventos de la gente, qué fanatismo!
¡Devoradores de milagros! Resurrecciones y transformaciones que ella no ha
visto. Siempre al margen, temiendo por ella misma, por todos ellos, por su
hijo.
Los mismos que la abastecen ahora,
que la protegen; le quitaron todo entonces y la mantienen aislada, atormentada.
La soledad es buen caldo de cultivo para
dudas y reproches, para que se enrede la culpa en los recuerdos y crezca, como
una mala hierba. No existe la paz en sus entrañas, en su útero vacío. María
rebusca entre la sangre derramada un posible consuelo y no lo encuentra. El
miedo la detuvo, cuando pudo salvarse; si la salvación fuese la muerte, como predicaba
su hijo. Ni ella misma entiende cómo pudo soportar la crucifixión, estando
presente. Y es que la vida se amarra fuerte a sus criaturas para fustigar sus
instintos. En el proscenio, Blanca Portillo abierta de par en par, adelantado
el pecho, al descubierto; atravesadas
las manos de aquellos imaginarios clavos desproporcionados. Hay cuestiones,
detalles que fustigan su memoria: los que comían, los que jugaban a los dados,
las cruces cayendo a tierra, el ave rapaz que devora a los conejos; allí mismo,
junto a su hijo agonizante. Nadie parece percatarse de lo alucinante de estos hechos,
de estos detalles preñados de irrealidad, de pesadilla. Y es que María guarda
un saber que quizá heredó de Artemisa, diosa a la que venera.
Tan solo en sueños pudo sumergirse y
rescatar al ahogado, acariciar la túnica blanca, mecer su recuerdo. El agua,
pozo silente o manantial de música oculta, que todo lo aclara, que limpia y
purifica. El pozo, sepulcro oscuro o fuente de agua cristalina. María lavándose
en enaguas blancas, María abrazada a la humedad luminosa de la túnica. Todo
acabó, aunque permanezca.
Blanca, se despide de nosotros
anhelando la paz y la armonía de los viejos tiempos, la bondad de las
costumbres. María, luto por fuera, Blanca por dentro. ¡Qué simbiosis más
hermosa y perfecta!
Abandono el teatro. Llamo a mi amor,
leo el mensaje deseado. Todo está tranquilo. Aparentemente. Impregnado el aire
de buenos deseos.
Háganse realidad; los más necesarios,
al menos. Así sea,
MJ MARÍA JOSÉ CORTÉS ROBLES
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