En Teatro Guindalera, si llegas un
día lluvioso de otoño con bastante antelación con respecto al inicio de la
función, son tan amables que te recomiendan un lugar cercano que consiga hacer
más grata la espera. La biblioteca pública de la calle Azcona, por lo visto, una
de las más amplias de Madrid, cumplió su cometido. Ningún ejemplar de William
Luce en la sección de teatro; era de esperar. Esta vez no conocía el texto que
se iba a representar, aunque sí a la escritora a la que se pretendía devolver a
la vida: Emily Dickinson. “Conocer” es una concepto equívoco en depende qué
contexto; en realidad, he leído alguno de sus
poemas y curioseado en los misterios de su biografía. El personaje real
es ya bastante interesante: reclusión voluntaria en su hogar, posible
enfermedad (epilepsia), obra prolija que permaneció inédita hasta después de su
muerte... En la actualidad es reconocida como una de las poetisas más
importantes de América.
Cuando recogí mi entrada pregunté:
-“¿Qué me recomiendas para conseguir un buen sitio? ¿A qué hora vuelvo?” -“No hay
problema”- me contestaron -“Nos falta por vender un tercio del aforo” Sentí de
veras que fuera así, pero eso no me aseguraba un lugar privilegiado. Nada se
interpondría entre María Pastor y yo; improvisé lo necesario para conseguir
sentarme en primera fila a disfrutar del espectáculo.
Juan Pastor había hecho uso de su
barita mágica y, en el escenario, permanecían suspendidas en el aire dos sillas
giradas y a distinta altura. Algunos muebles aparecían volcados en el suelo,
como si los hubiera empujado a esa posición una fuerza centrípeta, imagen
congelada de lo que agita en su seno el ojo de un huracán mientras se reproduce.
Me satisfizo acertar en las
predicciones, pues la obra se inició con el sonido lejano del vendaval, que
balanceó levemente las sillas colgantes y el extremo de la insinuada vegetación.
Esa voz atemporal resucitó a nuestra protagonista: la maga blanca, la que con
un chasquido de los dedos consiguió atravesar la cuarta pared y conversar
directamente con el público, seres del futuro, para después regresar a sus
encuentros y desencuentros con personajes fantasma, criaturas del recuerdo. Con
la ayuda de su prodigiosa memoria, enderezando un mueble o sentándose con
cierta disposición en un sillón, fue capaz de dibujarnos de tal modo a los
ausentes, que pudimos imaginarlos allí,
interactuando con ella; hasta al gato de su hermana que le deshacía las
madejas. Saltó Emily adelante y atrás, de acontecimiento en acontecimiento, con
la agilidad de lo incorpóreo, con la levedad de una pluma mecida por la brisa.
Y, de súbito, un poema, un nido de palabras que ahondó en la cadencia del texto
al completo, elogio del canto.
La poetisa, se ocupó ante nuestra
plácida mirada de los pájaros, las fuentes, el huerto; y, a media noche, de las
palabras, su pasión y su credo. Contó para la representación de su vida con
cómplices suficientes: con sus padres y sus hermanos, con alguna amistad; un
gran amor platónico, el que nos mencionó como Maestro. Su mundo, feliz y pleno
a nuestros ojos. Tan solo una nostalgia presenciamos, la imposibilidad de
publicar, la búsqueda de lectores más allá de su entorno. Al principio de la
obra nos dio a probar una de sus tartas; al final, fue íntegra su entrega a
través del baúl que contenía su mayor tesoro, miles de versos.
En medio de todo, el misterio. Algo
inconfesable, del otro lado, que impregnó la atmósfera de la sala, que bailó en
las pupilas de la actriz reflejándose de forma inmediata en las nuestras, dilatadas
por la atención hipnótica. Permanecimos conectados a lo esencial como por
encanto, sonreímos con ella y le enjugamos esa tímida lágrima, fruto de una
pérdida. Pero no hubo ningún drama, nada que nos apartara del gozo de la creación,
ningún dolor que emponzoñase ese placer de escuchar atentamente a Emily
pronunciar una palabra llenando toda la boca de musicalidad cargada de sentido,
de significados nunca tan precisos, pues que se alzan las palabras, se
arremolinan y vuelan, trascienden, se las lleva el viento a otros oídos, a
otros labios.
La tragedia, si la hubiera, es el
agotamiento de la vida, que no el final, pues legamos siempre nuestro ejemplo;
pues siempre se pueden recoger del suelo los muebles, enderezarlos, ponerlos en
su lugar para que recuperen su utilidad y resulten de nuevo confortables y
cálidos.
Es este un trabajo artístico cargado
de esperanza, la misma que enarbolan los que conforman el equipo de teatro
Guindalera, héroes contra el vendaval de la sinrazón que parece pretender
arrasarlo todo. Ellos permanecen en pie y regresan cada día con una sonrisa al
punto de encuentro. Emulemos su coraje y no faltemos a la cita.
Es este un compromiso,
MJ María José Cortés Robles
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