Precipitarse. Perder el equilibrio. No permanecer adheridos a
la intersección entre las coordenadas de espacio y tiempo. Sucumbir en brazos
del peligro. O, en cambio, catalogar los impulsos cuidadosamente, almacenar lo mensurable,
desechar la desmesura. ¿Dónde queda el entusiasmo? Sobrevuela el precipicio.
Aunque incapaz de verter sangre propia o ajena ni de perder
del todo las formas, al menos eso es lo que percibo de mi misma, lo que quiero
pensar… tras mi participación como oyente en los talleres de investigación de
‘Teatro de la Ciudad’, formo parte de un grupo de Facebook que se define como
‘adictos a…’ Parece como pertenecer a un club de fans enloquecidos por un
determinado producto fruto del márketing… Tendremos que replantearnos el
nombre, e incluso la propia actividad; sobre todo una vez disfrutado el
resultado de cada proceso artístico a través de los tres espectáculos
programados al mismo tiempo en La Abadía.
El arte es sagrado, no un objeto de consumo cualquiera.
La tarde que fui a ver “Antígona”, dirigida por Miguel
del Arco; a la entrada de la Sala Juan de la Cruz, antes de su apertura, un hombre
situado a mi derecha preguntaba en voz alta a una mujer: - “¿Qué obra vamos a
ver?”- Al mismo tiempo, entre las paredes del antiguo templo, palabras
resucitadas, plenas de sentido y de belleza, ansiaban una nueva reencarnación en algún pecho expectante. Como
dijo en su día Larra, ‘¿quién es el público y dónde encontrarlo?’
Reflexioné sobre cuál podría ser el modo acertado de
convocar y hacer posible la asistencia a estos eventos de una cantidad máxima
de sensibilidades óptimas o, al menos, de aquellos seres que busquen comprender
la existencia misma a través del arte y conserven, además, un ápice de las
capacidades tanto de ilusionarse como de indignarse. Este ambicioso proyecto, “Teatro
de la Ciudad”, pretende que todo individuo interesado se concilie con la vida
cultural de su ciudad, que participe de ella activamente. Pero, ¿qué es la
lucidez y dónde encontrarla?
Necesitamos perspectiva, tanto en el arte como en la
vida. Así me lo advirtió un elemento escénico suspendido por encima de las
cabezas de los que nos sentábamos ya en las butacas del teatro, esa tarde, esperando
el inicio de la función; una forma geométrica, casi esférica, translúcida, que
giraba levemente, aparentemente mecida por un sonido hipnótico. Se pretendía
crear una atmósfera previa a la acción dramática. La gente ha olvidado la
compostura en los rituales, y habla o consulta el teléfono móvil justo antes de
lo iniciático. La magia se esconde en lo más oscuro de nuestro intelecto,
incapaces como estamos de soportar el propio silencio, de concentrarnos.
Esta cápsula colgante, semejante a algún elemento de
la naturaleza, quizá al cáliz de una flor rastrera, o más bien al estómago de
una planta carnívora aparentemente inofensiva; intentaba ya decirnos algo
insólito desde su transparencia. Los reflejos cambiantes de las fases lunares
colorearon durante la función sus pétalos cerrados alrededor de un vacío
inquietante. Como si la luz se transformara en nido de sierpes, como la
confluencia de enfurecidos riachuelos de sangre derramada. Mensaje críptico era
este: La esencia de la tragedia contenida en la obcecación que se adviene sobre
las conciencias de ambos personajes principales, Creonte y Antígona. Los dos se
aíslan. Lo razonable se les antoja mera ligereza de carácter. El peso de las
responsabilidades que conlleva nuestro lugar en el mundo; contra el amor herido,
que no ahorra en prendas. Lo que adoptamos como propio, de nuestra competencia,
transformándose en un horripilante monstruo que nos engulle.
La armonía persiste, sin embargo, entre lo
insignificante, el ‘sálvese quien pueda’ coral magnetizado, la marea humana que
como una sola voz plural arrastra consigo a las víctimas precisas para
alimentar los mitos, para apaciguar la voracidad de nuestro imaginario común,
encumbrándolo hasta hacerlo irrespirable.
Aunque, no nos engañemos, nosotros mismos, desde
nuestras confortables butacas, proclives a la mesura y al anonimato, somos candidatos perfectos como provocadores del
sacrificio ajeno. No es propio de la mayoría abandonar tan fácilmente su zona
de confort. Nadie tuvo la iniciativa de acometer junto a Antígona el acto
considerado según la legislación vigente digno de castigo; ni tan siquiera
Ismene accedió, aunque se empeñase en disuadirla; en soledad hubo de
perpetrarlo; su hermana se aferró a la vida con todas sus fuerzas, asumiendo
una nueva pérdida y sumándola al desdichado cúmulo de desgracias acaecidas a la
familia de ambas. Tenemos capacidad de decisión. Y, pese a eso, ciudadanos
prudentes, como nosotros, construyeron el cerco de la locura de Antígona,
agitaron persistentemente su conciencia hasta enajenarla por completo,
enardecidos en admiración hacia su firmeza, asustados y jubilosos a un tiempo. La opinión pública manejando los asuntos,
llevando y trayendo con violencia de mar embravecido a una ligera criatura alada
inmersa en el estruendo de sus vaivenes; lanzada con inocente empeño contra la
cuarta pared, que separa el hecho artístico de los que lo consumen, para hacerla
añicos y que nada nos separe de su ofrenda: carne de nuestra carne desgarrada.
Adoramos a los mártires solo después de muertos; ávidos como estamos, sin
embargo, de predicciones, gráficos y encuestas. En la actualidad, estaría muy
demandado el visionario Tiresias, pero, como entonces, pondríamos en tela de
juicio sus pesquisas e ignoraríamos sus hallazgos.
En circunstancias extremas, ¿qué podría hacer un ser
engendrado en luz sino ser esencialmente luz plena? Todos cegados, ajenos a la coexistencia
de la sombra que dulcifica la experiencia, ascendiendo como asteroides
encendidos hacia la inmensidad abisal del universo, hasta el remolino
insondable de los agujeros negros.
Desde el inicio de los tiempos andamos errantes,
huidos de la falacia del paraíso, buscando salidas dignas y contenidas a los
conflictos humanos que generan tragedias. El mundo continúa girando sobre sí
mismo ignorante y cruel, sujeto a la órbita de una melodía infinita en la que
murmullo o grito, risa o llanto, vida o muerte; son tan solo notas de una
partitura aún no escrita. Para saber, hay que distanciarse, ya lo he dicho;
solo en la quietud está la perspectiva; ensimismarse, elevarse. Pero la sabiduría
no consuela.
Antígona encapsulada en soledad absoluta, gimiendo
como un animal abandonado al nacer, suspendida en la nada por los siglos de los
siglos.
Conmovida y asombrada por la propuesta de dirección de
esta tragedia griega en la que, la supuesta ecuación a resolver sobre qué hacer
con los coros, ha despejado la incógnita hacia lo más novedoso y atractivo que
se ha visto al respecto en años. ¡De
repente, el coro, no solo es que estuviera en la acción, sino que la generaba y
era además melodía de base, atmósfera! De igual modo quiero resaltar el
estiramiento e incluso quebrantamiento de los límites en cuanto a la ocupación de
los espacios a través de la acción. ¡Ha nacido el teatro en cuatro dimensiones!
No derramé una lágrima, prescindí de mis emociones
hasta el final del espectáculo. Eso sí, los ojos y los sentidos todos, alerta, abiertos,
descoyuntados…
A Miguel del
Arco, su valiente y excepcional elenco, junto al grupo de profesionales que ha
colaborado en la creación de esta obra de arte; gracias; mil gracias y hasta
pronto, espero…
María José Cortés Robles
FOTOGRAFÍAS: TEATRO DE LA CIUDAD
La crónica debería ser revisada, tiene errores graves de puntuación, acentuación y faltas. Las frases son excesivamente largas, hay que leerlas varias veces para poder captar la relación sintáctica que hay entre sus partes. Cosas así pueden matar una buena crítica.
ResponderEliminarGracias por tus consejos. Le pasaremos tus palabras a la autora.
EliminarUn saludo,
LA CONOCIDA