Escenografía aséptica, minimalista: un lugar de espera. Vaso
con agua dulce sobre una mesita auxiliar, asiento vacío. El mar enmarcado en lo
imposible.
La entrada de Jeannine Mestre a escena es como a una cita
entrañable, mirándonos a los ojos, sonriendo, acomodándose. Un aliento de
salitre respirando a su espalda y en nuestros oídos. La blancura de su traje, espuma
cubriendo una orilla, se diría dispuesta a desnudarla, retirándose; aunque tras
volar, se pose en cada gesto. Contención: todo el caudal de su memoria retenido
en un nódulo de perplejidades.
Antes, Juan Pastor, había sido el anfitrión perfecto,
discreto, silencioso, atento a los detalles; sentándose entre el público, un
poco apartado. Más o menos la mitad del aforo, los congregados en la sala
Margarita Xirgu del Teatro Español. Siempre somos suficientes, los
espectadores, para hacer efectiva la entrega de los artistas; pero muchos más
son los imprescindibles para que el Arte, con mayúsculas, continúe su lucha por
la supervivencia. Mantengamos nuestra cordura intelectual, nuestra apetencia
cultural saludable: llenemos los teatros, cuando la ocasión lo merece. ¿Será
nuestro esfuerzo recompensado por los responsables políticos pertinentes y nos
bajarán el IVA? Es una gran incógnita, pese a los rumores; pero a cada cual lo
suyo. No nos dejemos llevar por propagandas o por la desidia, busquemos como si
se tratase de perlas entre el maremágnum de propuestas teatrales a nuestra
disposición en Madrid.
Pero regresemos a esta obra, esta joya; única e inimitable,
sencilla, sin artificios, como la vida misma; misteriosa y certera, como el
final que nos acecha… Nuestra actriz nos mira en silencio. Cuando la palabra es
liberada, una suave luz envuelve aún al público, anunciando así su
participación activa. Cada cual es el interlocutor directo de Joan Didion; y
nuestro silencio elocuente, el espejo en que el personaje se mira. ¡Qué
prodigio escuchar decir un texto en español como si lo declamase una actriz
inglesa! Cada sílaba, cada vocablo, cada acento, cada matiz en el fraseo; los
distintos volúmenes de voz, del más extrovertido al más íntimo; todo al
servicio de lo esencial, de su sentido. ¡Qué belleza en la expresión de sus
manos, qué elegancia en sus movimientos, qué naturalidad!
Disculpen mi desconocimiento, he podido consultarlo y me
adjudico el fallo, pero no sabía nada de Jeannine Mestre; ahora ya no podré
olvidarla. Bueno, miento, me la habían mencionado como la mejor actriz de
España… No difiero un ápice de tal consideración, sin entrar en comparaciones,
pues es de lo mejor que he visto nunca. Me refiero a la técnica y me refiero al
talento, ambos ingredientes imprescindibles para la veraz encarnación de un
personaje. No tengo el placer ni tan siquiera de haber saludado a Jeannine,
aunque me hubiese gustado darle un abrazo tras la función, con su permiso; por
lo que no puedo valorar el esfuerzo en su trasformación hasta Joan Didion; quizá
se sienta identificada y haya sido relativamente fácil, quizá no. Lo que sí
puedo decir, es que yo vi sobre la pequeña tarima del escenario a una mujer
americana con toda su idiosincrasia y con una historia que compartir, triste y
luminosa a un tiempo. Y esa mujer nos habló largo y tendido sobre nosotros
mismos, aunque en realidad nos relataba un año en concreto de su propia vida.
El texto de Joan Didion es hermoso, milagroso, como una
resurrección. La autora nos presenta acontecimientos trágicos inesperados bajo
el prisma del dolor insoportable que
provocan, y la capacidad del ser humano para continuar luchando más allá
de sus propias fuerzas. ¿Cómo asumir la realidad, cuando nos sobrepasa? ¿De qué
herramientas emocionales disponemos para hacernos cargo de las situaciones
límite que nos correspondan? Porque no estamos a salvo, ni nosotros ni nuestros
seres queridos podemos estar a salvo cuando ya no hay salvación ninguna. Pero
el humor y el amor, lo más excelso en nosotros, se alza contrariado ante la
adversidad de los que se nutren de nuestros cuidados. Y soñamos que, con fe,
ahuyentaremos el peligro, que lo imposible es una broma de mal gusto.
Aparentemente, es un relato, una descripción exacta; pero
bajo el listado de actividades frenéticas relacionadas con atajar los hechos,
bajo el absurdo categórico que se impone, late un alma ocupada en recomponer la
felicidad maltrecha pedazo a pedazo.
Tras ochenta minutos de magia, el pensamiento se despereza y
despierta completamente. Joan Didion nos da la espalda en silencio y abandona
su mirada sobre la corriente del agua. Al punto, sale de escena. Un misterio
sobrecogido y sordo recorre la sala en penumbra. Los primeros aplausos tardan
unos instantes, de conmoción generalizada. La actriz saluda repetidas veces
mientras los aplausos crecen cual marea. Sin embargo, el “bravo” no sale de
ningunos labios. Al ser iluminada la sala y contemplar los rostros del público,
lo comprendo. Tras todo acontecimiento, hay un tiempo de reacción proporcional
a la magnitud del mismo. Y, entonces, se suceden los abrazos y se repiten como
consignas palabras de consuelo extraídas como propias del texto dramático: -“Hay
que dejarlos ir con el agua”- Muchos estábamos llorando, vaciándonos, en plena catarsis. El arte y su alquimia, dándole alas a
la experiencia.
Solo me resta agradecer su talento y su oficio a Juan Pastor,
su exquisitez en la selección de artistas y de textos, su valentía al asumir el
riesgo en producciones como esta. El teatro de La Guindalera es garantía de
calidad, se represente en el espacio escénico que se represente. Por muchos
años. Así sea.
MARÍA JOSÉ CORTÉS ROBLES
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