lunes, 22 de diciembre de 2014

LAS CRÓNICAS DE MJ - EL TESTAMENTO DE MARÍA Colm Tóibín / Agustí Villaronga

El invierno ha llegado, dicen que mañana hará mucho frío. He comido junto al teatro Valle Inclán, a las cinco de la tarde. Siempre a contratiempo. Las raciones servidas son tamaño y precio estándar, mucha cantidad para una sola persona. Solicito que me empaqueten lo que me ha sobrado. De camino a Lavapiés, había observado los bultos de los mendigos arrinconados contra los edificios: uno de mediana edad contra la cafetería del Reina Sofía, dos en un soportal, muy jóvenes. Desando lo andado para calmar mi conciencia y comparto lo que soy incapaz de comer al menos de una sola sentada...
Somos tremendos: no sé qué  reacción en cadena esperaba de un gesto tan lógico y sencillo, pero mi ánimo quedó descolocado.  Demasiados vídeos melodramáticos en Internet. En fin.




Esta tarde la soledad es menos llevadera, vete tú a saber por qué, quizá por alguna cuestión sin resolver entre amigos. ¡Cuánto pesa el amor! Por mucho que disimule el mundo, dependemos unos de otros. Porque estamos solos: el individuo y sus congéneres, inmersos todos en la madre naturaleza, que nos engulle como un monstruo, imbuidos en el plan matemático del universo. Formamos parte de una ecuación sin resolver, pero para eso tenemos la imaginación, para buscar resultados.




Entramos a menos veinte. La sala es pequeña, una caja negra en la que apenas se distinguen las dimensiones diferenciadas de escenario y patio de butacas. Esto aporta intimidad, cierto sosiego. La escenografía, sin embargo, resuelta en una estantería de madera repleta de enseres, pareciera un muro a punto de venírsenos encima y sepultarnos; muchos bultos grises en los estantes, semejantes a lo acumulado por los mendigos, a los atillos de sus pertenencias. Hay otra estantería detrás de esta. En el medio, un espacio que sirve de pasillo. Una puerta cerrada, una contraventana, una escalera. A la derecha del público, en segundo término, una mesa; sobre ella, una vela encendida. A la izquierda, una tapa redonda enorme sobre el suelo, en primer término. Tengo esta perspectiva desde la última fila, en el centro. Detrás de mí, otro muro negro. En contraste, espero a Blanca. La distancia es pertinente; si se acerca al proscenio, podré ver sus ojos.




Se inicia el espectáculo con la rápida entrada de María, el personaje; mirando directamente a público, apaga la vela y oscuro. ¡Qué actriz! Sus ojos me atravesaron; no es relevante medir el espacio entre la Portillo y su público.
Vuelve a aparecer ya sentada, para relatarnos su historia, la versión incómoda,  a la que nadie presta oído. Blanca va enlutada: sobresalen de los negros ropajes su rostro, sus pies y sus manos. Hay tanta expresividad en cada uno de sus gestos... Su voz cambia de registro con soltura, como poseída por ánimas diversas que se relacionan con ella en distintas circunstancias; a veces inmovilizándola, otras descomponiendo su imagen y trasformándola.

Y se reencarna en María, una mujer de carácter, enérgica, ruda; cuya fuente de dulzura se extinguió hace ya tiempo. Cuando le arrebataron al hijo, se perdió la madre. Es un ser humano, ni rastro sagrado de la virgen. Entonces puede hablarnos de tú a tú, sin cortapisas. Nunca soportó el entorno de su hijo, a sus seguidores; ni entendió una sola palabra de sus consignas. Dejó partir al joven que era su niño y se encontró con aquel hombre extraño, extremo,  que no la reconocía, que renegaba de ella. No permite que ninguneen a su marido muerto. “El hijo de Dios”- ¿Cómo es posible? ¡Qué palabras enormes, inmensas, ajenas a aquel cuerpo que ella acunó y alimentó! ¡Qué inventos de la gente, qué fanatismo! ¡Devoradores de milagros! Resurrecciones y transformaciones que ella no ha visto. Siempre al margen, temiendo por ella misma, por todos ellos, por su hijo.


 

Los mismos que la abastecen ahora, que la protegen; le quitaron todo entonces y la mantienen aislada, atormentada. La soledad es  buen caldo de cultivo para dudas y reproches, para que se enrede la culpa en los recuerdos y crezca, como una mala hierba. No existe la paz en sus entrañas, en su útero vacío. María rebusca entre la sangre derramada un posible consuelo y no lo encuentra. El miedo la detuvo, cuando pudo salvarse; si la salvación fuese la muerte, como predicaba su hijo. Ni ella misma entiende cómo pudo soportar la crucifixión, estando presente. Y es que la vida se amarra fuerte a sus criaturas para fustigar sus instintos. En el proscenio, Blanca Portillo abierta de par en par, adelantado el pecho, al descubierto;  atravesadas las manos de aquellos imaginarios clavos desproporcionados. Hay cuestiones, detalles que fustigan su memoria: los que comían, los que jugaban a los dados, las cruces cayendo a tierra, el ave rapaz que devora a los conejos; allí mismo, junto a su hijo agonizante. Nadie parece percatarse de lo alucinante de estos hechos, de estos detalles preñados de irrealidad, de pesadilla. Y es que María guarda un saber que quizá heredó de Artemisa, diosa a la que venera.

Tan solo en sueños pudo sumergirse y rescatar al ahogado, acariciar la túnica blanca, mecer su recuerdo. El agua, pozo silente o manantial de música oculta, que todo lo aclara, que limpia y purifica. El pozo, sepulcro oscuro o fuente de agua cristalina. María lavándose en enaguas blancas, María abrazada a la humedad luminosa de la túnica. Todo acabó, aunque permanezca.




Blanca, se despide de nosotros anhelando la paz y la armonía de los viejos tiempos, la bondad de las costumbres. María, luto por fuera, Blanca por dentro. ¡Qué simbiosis más hermosa y perfecta!

Abandono el teatro. Llamo a mi amor, leo el mensaje deseado. Todo está tranquilo. Aparentemente. Impregnado el aire de buenos deseos.

Háganse realidad; los más necesarios, al menos. Así sea,

 



MJ                                            MARÍA JOSÉ CORTÉS ROBLES





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